La lengua azul sigue siendo uno de los mayores problemas sanitarios de la ganadería en España, provocando altas tasas de mortalidad en ovino, caída de producción en bovino, restricciones de movimiento e impacto directo en los mercados.
Hoy convivimos con distintos serotipos: algunos, como el serotipo 1 y el 4, han golpeado con fuerza en el pasado; otros, como el serotipo 8, obligaron a Europa a replantear su estrategia de control; y ahora el serotipo 3, especialmente agresivo, avanza con rapidez y deja graves pérdidas en las explotaciones. Cada dosis no aplicada se convierte en una rendija por la que el virus avanza sin dificultad.
La gestión administrativa es incoherente: un año se declara “erradicada” en determinadas comunidades, al siguiente esas mismas comunidades vuelven a estar en alerta. Se juega al péndulo epidemiológico, dejando en manos del ganadero la decisión voluntaria de vacunar o no, y con ello la responsabilidad de inmunizar al ganado se traslada directamente al bolsillo del ganadero.
Lo que antes era un esfuerzo compartido se ha convertido en carga individual. Lo que antes era una estrategia nacional, hoy es un mosaico de decisiones autonómicas. El resultado es inmediato: menos vacunación, mas brotes y mayor incertidumbre para el sector. Como si la expansión de un virus transmitido por mosquitos pudiera frenarse con decisiones individuales. La vacunación no puede ser voluntaria, debe ser obligatoria, planificada y financiada, porque la lengua azul no es un problema privado de cada explotación: es una amenaza colectiva para la ganadería española y europea.
La incoherencia es difícil de ocultar: al ganadero se le exige cumplir con estrictos requisitos para la movilización de animales, certificados sanitarios y controles reglamentados al milímetro, pero al mismo tiempo se le deja solo frente a una enfermedad que no se detiene en la linde de una finca. ¿Cómo puede hablarse de “flexibilización” cuando lo que en realidad ocurre es que se traslada la factura de la sanidad animal a quienes menos margen económico tienen?
Aquí el papel veterinario es clave. Somos quienes detectamos los brotes, certificamos los movimientos, asesoramos a los ganaderos y garantizamos que las medidas preventivas se cumplan. Sin veterinarios en primera línea, el sistema sanitario animal se derrumba.
La experiencia debería bastar para recordarnos algo esencial; la prevención nunca es un gasto superfluo, sino la inversión más barata y eficaz que un país puede hacer. Lo que el Estado ahorra hoy al descargar la vacunación sobre el ganadero, lo pagará mañana en mortalidad, en pérdidas económicas y en mercados cerrados. Y ese coste, al final, lo asume toda la sociedad.
La pregunta es clara: ¿vamos a seguir permitiendo que la sanidad animal dependa de decisiones políticas a corto plazo, o vamos a entender de una vez que la vacunación obligatoria y el compromiso veterinario son la única garantía real de control?
Y mientras tanto, otra amenaza ya asoma en Europa: la dermatosis nodular bovina. Si no aprendemos de la lengua azul, ¿seremos capaces de controlar lo que viene?