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Agricultores y ganaderos, los verdaderos cortafuegos

Agricultores y ganaderos, los verdaderos cortafuegos

Juan José Álvarez, secretario de Organización de ASAJA
Juan José Álvarez, secretario de Organización de Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores
Juan José Álvarez, secretario de Organización de ASAJA.

Los primeros en llegar y los últimos en marcharse son siempre los mismos: los ganaderos. Mientras las cámaras enfocan a las llamas y los políticos a sus discursos, ellos están allí, con las botas en el barro, moviendo el ganado, cuidando los pastos, enfrentándose al fuego como quien defiende su casa. Son los verdaderos cortafuegos, los que día a día mantienen el monte limpio con su trabajo, aunque las trabas normativas muchas veces les impidan ejercer plenamente esa labor preventiva que tanto necesitamos.

 

El campo español se mantiene vivo gracias a esas manos que ordeñan, pastorean, aran y siembran. Y sin embargo, año tras año, lo que arde no son solo los bosques: también arde el legado de generaciones, el trabajo de quienes han cuidado la tierra y hasta el corazón de unas familias que ven cómo se convierte en ceniza la vida que construyeron. Mientras tanto, la administración convierte ese esfuerzo en sospechoso: se legisla contra el sentido común, con prohibiciones para limpiar, papeleo infinito para desbrozar y normas que obligan a mantener cubiertas vegetales incluso en zonas donde estas prácticas no son apropiadas y acaban funcionando, en pleno agosto, como auténticas mechas encendidas.

 

No, señores. Los ganaderos no son el problema de los incendios; son parte de la solución. Y si los dejaran trabajar, si se les escuchara de verdad, tendríamos menos hectáreas reducidas a cenizas y menos pueblos llorando su paisaje convertido en carbón.

 

Este año llevamos más de 400.000 hectáreas arrasadas, el peor dato en décadas. Traducido: 1.200 millones de euros en pérdidas, de los que 700 millones golpean directamente al sector agrario. Pero lo más doloroso no se mide en euros ni en hectáreas: se mide en colmenas desaparecidas, en ganaderos sin pasto, en familias que miran el monte quemado y sienten que también se quema su futuro.

 

Y, mientras tanto, desde arriba siguen con el ritual de siempre: pactos, hojas de ruta, discursos solemnes. Obras de teatro. Pero como decía el refrán, obras son amores y no buenas razones. El monte no necesita más papeles, necesita manos que lo trabajen, que lo limpien, que lo cuiden. Y esas manos están aquí desde siempre: las de agricultores, silvicultores y, sobre todo, las de los ganaderos que, con su ganado, mantienen a raya la maleza que después se convierte en gasolina para las llamas.

 

Lo decimos sin rodeos: hace falta declarar zonas catastróficas, dar ayudas directas, aliviar la fiscalidad y reconstruir infraestructuras. Pero, sobre todo, hay que cambiar la política forestal, acabar con el ecologismo de despacho que abandona montes públicos y convierte en héroes clandestinos a quienes deberían ser reconocidos como aliados.

 

Cada hectárea arrasada es también un fracaso político. Cada pastor que abandona su rebaño es un cortafuegos que se apaga. Cada finca que se cierra es una victoria para las llamas.

 

El campo no quema: protege. Lo saben los ganaderos, lo sabe cualquiera que viva en un pueblo. Tal vez algún día lo aprendan también quienes legislan desde la ciudad.

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