Los incendios que se están sucediendo no son simples noticias de verano; son heridas abiertas en nuestra tierra, en nuestros montes y en nuestra forma de vida.
Estos fuegos no son casualidad. Algunos nacen del abandono del campo, de la falta de gestión y del olvido institucional. Pero otros, y no pocos, son provocados de manera intencionada. Y aquí quiero detenerme: ¿cómo puede ser que, ante un delito tan grave, las penas sean mínimas y quienes prenden fuego al campo vuelvan a la calle como si nada? Estamos hablando de delitos que destruyen miles de hectáreas, que acaban con el trabajo de generaciones, que matan animales, destruyen ecosistemas y ponen en riesgo vidas humanas. Eso no puede pagarse con una multa ridícula ni con unos meses de condena simbólica.
La ganadería extensiva, nuestra agricultura, son parte de la solución. Porque el campo vivo es campo protegido: las ovejas, cabras y vacas mantienen limpio el monte y las dehesas, y los cultivos diversifican el paisaje. Pero cada vez somos menos, porque vivir en el campo se ha convertido en un ejercicio de resistencia.
Mientras tanto, los que seguimos aquí vivimos en la intranquilidad constante. Muchos ganaderos y agricultores pasan noches enteras en vela, vigilando el horizonte, temiendo que una chispa —o la mano de alguien con malas intenciones— lo reduzca todo a cenizas.
Y cuando ocurre la tragedia, lo único que nos ofrecen son ayudas económicas y si llegan. Pero, ¿de qué sirven esas ayudas cuando lo que se pierde no se mide en euros? ¿Cómo se paga el esfuerzo de toda una vida, el sacrificio diario, la herencia cultural, los ecosistemas que tardan décadas en recuperarse? El dinero no apaga la rabia, la impotencia ni devuelve el futuro.
Y no solo hablo como ciudadana preocupada, sino también como ganadera y veterinaria. He visto de cerca cómo un incendios arrasan no solo con las fincas y los cultivos, sino también con la salud y el bienestar de los animales. He visto rebaños enteros huir despavoridos, animales muertos, explotaciones familiares quedarse en la nada, compañeros exhaustos intentando salvar lo que han cuidado durante generaciones. Y sé que detrás de cada animal, de cada hectárea de campo, hay personas que han puesto toda su vida, todo su esfuerzo y todo su corazón.
Por eso hay que reclamar justicia para un campo que sostiene a toda la sociedad, aunque muchos no lo vean. Justicia para los agricultores y ganaderos que, además de producir alimentos, somos guardianes de la tierra y los primeros en protegerla del fuego.
Porque el futuro de España no se juega solo en las ciudades: se juega en cada hectárea de monte, en cada rebaño que pasta, en cada agricultor que siembra y en cada ganadero que vela de noche, con miedo a que su vida entera se convierta en cenizas. Exigir a que quienes nos gobiernan miren al campo con responsabilidad, con urgencia y con justicia.
Porque sin campo, no hay futuro.